Autor: Antonio
Paredes Candia
El dios de los Guarayos, a quien ellos conocían con el nombre de abuelo, en el principio de los tiempos moraba sobre la Tierra. En su larga existencia, tuvo dos hijos de extraordinaria belleza, dotados de gran inteligencia y un profundo concepto de lo que es la aplicación de la justicia.
Arí se llamaba el
mayor y Yazi el menor. El primero era rubio, audaz y diestro cazador; Yazi, en
cambio, tenía tez morena, pacífico y aventajado para la pesca.
Los dos hijos
siempre estuvieron provistos de alimentos, carne y pescados frescos.
En esos tiempos pretéritos, del cual no se tiene memoria, cuenta la leyenda, el cielo vestía de una blancura infinita y en la Tierra no había diferencia entre el día y la noche.
Todo era pardo,
grisáceo y seco. La vida era mísera y sacrificada para el hombre.
Los dos hermanos:
Arí y Yazi, vivían soñando con ser los protagonistas de aventuras y odiseas
imperecederas, que dieran eternidad a sus nombres.
En cierta
ocasión, mirando el manto blanco que cubría la tierra, los hermanos meditaban sobre
lo que pudiera existir en esos remotos lugares. “¡Oh! Arí, si pudiéramos tocar
con nuestras manos ese elemento sin color que nos cubre a manera de techo”, se
lamentaba el menor de ellos con la vista fija en el misterioso cielo.
–Escalemos Yazi –habló el mayor de los hermanos.
El joven Yazi, antes de tomar decisión alguna, se puso a analizar los posibles riesgos que se pudieran presentar, pero finalmente estuvo de acuerdo con la propuesta de su hermano y con la resolución de un guerrero, dijo, escalemos pues, pero dime antes el modo de hacerlo.
Arí, el mayor,
respondió:
–Lanzaremos sin parar todas las flechas de nuestras aljabas; yo
lanzaré la primera, tú me seguirás y clavaras tu flecha en la parte posterior
de la mía, y así, sucesivamente, uniremos todas las que tenemos, hasta formar
una resistente cuerda por la que ascenderemos allí.
La hazaña era
bastante arriesgada, pero había que intentarla.
Los dos hermanos se colocaron en el centro de un claro de la aldea donde vivían e iniciaron los preparativos. Con algún esfuerzo, en poco tiempo, siguiendo el plan de Arí, tenían disponible un cable resistente construido con sus flechas.
El abuelo,
orgulloso, espectaba la hazaña ejecutada por sus hijos.
Tan pronto como
pudieron iniciaron el ascenso, hasta perderse en las alturas, al llegar a la
primera flecha, se dispusieron tocar el misterioso cielo blanco: Yazi estiró la
mano y lo consiguió, pero en ese instante, como por arte de encantamiento se
convirtió en la Luna y empezó a rodar por el cielo. Arí, sorprendido, intentó
sujetar a su hermano menor, también tocó el cielo y al instante se transformó
en Sol, el astro de la luz, y llegó a ocupar la parte central de nuestro
universo, nunca pudo alcanzar a su hermano.
Pronto las cosas
empezaron a cambiar, el cielo incoloro se iluminó de un bello azul radiante, se
formaron las nubes, en la Tierra surgió la vida vegetal, la naturaleza se
vistió de verde y de todas las tonalidades que se pudiera imaginar, los mares y
la tierra se poblaron de nuevas especies de vida animal, y surgió la
agricultura gracias a las cualidades observadoras del hombre.
Desde entonces, explican los Guarayos, existe el día y la noche. Cuando Arí pasa por este lado de la tierra buscando a su herma-no, es de día, y su paso nos proporciona luz y calor que nos da vida y tiempo para dedicarlo al trabajo benefactor. La noche es Yazi, su presencia nos induce a descansar para reparar nuestras fuerzas.
Comentarios
Publicar un comentario